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ISSN 1989-4163

NUMERO 74 - VERANO 2016

El Caracol no Volverá Jamás

Adán Echeverría

 

     

Nunca fui un lector prominente hasta que conocí a Diana. La primera imagen que tengo de ella es mirarla a los once años con un libro de García Márquez sobre los muslos, en aquella banca de cemento, bajo el árbol de almendras. Una semana tuvo que pasar para que la bibliotecaria accediera a decirme qué libro había leído la chica.

-Hoy lo devolvió. Ten. Espero que lo leas tan aprisa como lo ha hecho ella –sentí que se burlaba la maldita anciana.

Cuando la vi tomar, al mes siguiente las obras completas de Sor Juana, supe que yo podía tomar valor y acercarme. Como el jugador de ajedrez que era (ella leía y leía, yo jugaba ajedrez y a todos les ganaba), debía pensar bien el movimiento de ataque. Me sentía preparado, tenía en la punta de la lengua aquellos versos que dicen: En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas?, ya que Diana me parecía que ponía riquezas en su pensamiento, y no lo contrario. Y estaba ahí, pero al final no me atrevía, y la llamaban a casa. Yo viajé luego de ese verano con mi familia, y siempre tuve el silencio de Diana metido en mis memorias. 14 años después he regresado al mismo barrio, y cual sería mi sorpresa cuando al caminar hacia la vieja casona donde se daban los talleres de cultura, y estaba la biblioteca, Diana, estaba ahí, con ese rostro de mujer intelectual que tanto había llenado mi pensamiento todo. Era la bibliotecaria, y amores mas amores menos, yo me sentía preparado para acercarme. Sin ver tomé dos libros del estante, y caminé hacia el mostrador. Puse los libros frente a ella; miré de cerca sus manos y me parecieron demasiado delicadas, como si fueran de cristal muy frágil.

- Estos libros no salen a domicilio porque son únicos, tendrá que leerlos acá. Fue cuando me di cuenta que había tomado un libro de cálculo diferencial, y uno de nanoparticulas para la nueva ciencia.

Caminé de regreso a los estantes y me escondí detrás de ellos. Yo había leído, pensado en Diana, había leído cuanto libro caía ante mis ojos, porque no podía decir palabra alguna frente a esta mujer. Siempre había sido dueño de mi confianza pero ella me la desbarataba toda. Salí de los estantes y le hablé, Disculpa, me gustaría poder platicar contigo, dije a unos tres metros del mostrador, y ella se puso un dedo en los labios y dijo Shhh, callándome. Bajé la voz y repetí, me gustaría poder platicar…

Una niña se me adelantó y de un brinco subió al mostrador, ¡Mami! Ella la levantó para besarla. Vamos, esperemos a tu papá afuera, y salió del mostrador. Al pasar frente a mi, sólo alcancé a encogerme de hombros.



 

 

El caracol no volverá jamás

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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